Blancarena
nada grandiososalvo tu sencilleztu mesuraquiero parecerme a tiblancas arenas de ríobordeando tierras fecundas
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nada perdidolaten sonidosniño y hombre cantancomo cantará mi sangre nuevaen las cuerdas de tu tormenta
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te he desafiadosoy joveneterno mientras durete sigo retandoporque eres ríome conocestu agua no sabe de salestus fauces no ansíanser mortaja todavía
Llena |
Blancarena es un pequeño balneario del departamento de Colonia. Escasos quinientos metros de costa sobre el Río de la Plata. Olor a pino y eucalipto, tranquilidad que inunda en comunión con el agua serena. Claro que, cuando se ofusca, es tempestad de espumoso oleaje. El Plata brama iracundo y arrastra en su trémula carne la resaca de otros pueblos, rastros de otras vidas que orillan el Uruguay y el Paraná.
Conozco a Blancarena desde muy chico. Recuerdos de soleada niñez. Allí, un niño que fui, se enamoró de Lorena, una argentina de once años a quien nunca más vi. Algo brotaba en mis entrañas. Allí cobré mi primer trabajo, cuando el balneario ostentaba dos bailes y los autos rugían en las madrugadas veraniegas de cada fin de semana. Me levantaba con un frescor de cinco de la mañana que me llevó a descubrir nuevos rostros. Juntaba latas de cerveza, cadáveres olvidados en la noche.
Hoy, cuando cae el sol, la noche se desnuda en silencio. No se esconde en ruidos vanos. Las estrellas y la luna señorean, me llevan a otra noche vieja donde, subversivos, sacaron el colchón al patio que da a la calle de tierra. Ella los llamaba. Era un niño con su padre, sin miedo a que vuelva el día, sin temor de llenar con verrugas sus dedos índices. Lejos de la gran urbe (todavía lejos). Lejos del estupor de eléctrica luz que intenta socavar su misterio.
Hábil corredor entre hermanos mayores, esquivando candelas, cuando piedras volaron y vidrios sonaron. Largo camino sobre esa arena de río. Primeras pescas. Sonrisas. Amor en la arena. Mi sangre trotando los médanos.
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