martes, 20 de noviembre de 2012

El viento en la cara


el viento en la cara
gime su placer
de tenerme dentro

el cabello danza loco
sobre la boca abierta

brazos y piernas extienden
las velas del sueño

como ayer
cuando era niño y había hermanos
y las noches animaban a planear
casas bajas de pueblo

antes
cuando era niño de risas
y quería ser grande.



jueves, 15 de noviembre de 2012

Pajarera

Cuando me dirigí hacia el fondo del ómnibus para descender, música sonaba en mis oídos. Apreté el botón; iba a ser el primero en bajar. Sentí presión en mis piernas, algo me apretaba. Miré y era un enano de unos seis años, cubierto de una desaliñada túnica. Sin decir nada, solo empujando, ganó su espacio en el escalón. Sus hermanos mayores siguieron la misma línea y les cedí el lugar. Vienen solos —pensé— por eso actúan así. 
Llegamos a la parada, se abrió la puerta y los niños comenzaron a descender. Una mujer, ubicada a mis espaldas, me preguntó si iba a bajar, le contesté que sí y casi agrego con ironía: “los nenes parecen estar apurados”. Ya en la vereda, el niño pequeño fue directo al timbre de una casa y comenzó a tocarlo sin pausas. La mujer que estaba detrás de mí se acercó y le dijo: “dale Martín vamos” y junto a los otros dos se fueron bajando por la calle Amézaga. 
De golpe me crecieron canas, paso cansino y un bigotín. Abrí mis manos cara al cielo y me dije: ¿este es el futuro que nos espera? Niños sin límites, con padres irresponsables y evasivos, ¿no son acaso un problema para el futuro? 
Ya con el aspecto habitual seguí caminando hacia mi casa, pero la calle me siguió diciendo cosas. Pasé por el video club de la señora especial; en su puerta, anticipando la llegada del verano, había vuelto el cartel: “Está terminantemente prohibido ingresar con el torso descubierto. Ni siquiera para devolver una película. No insista. No será atendido”. Siempre creí, Freud mediante, que es de las señoras que sueñan con que un ladrón las persigue con un cuchillo. 
Vi que achicó su negocio y que puso en alquiler la otra parte del local. Se ve que todavía no encontró interesados: observé con pena y sorpresa que había transformado el viejo ventanal en una pajarera para ver desde la calle. ¿A quién se le ocurre hacer de un ventanal una pajarera? Solo faltaba la piedra laja… Uno pasa por la vereda, mira por la ventana y ve a los saltitos a unos tristes pájaros condenados, de color amarillo, que han de ser —lo imagino— la delicia de todas las tardes de mate (he visto que ella se sienta en la vereda con lo que ha quedado de sus padres). Aunque también es posible que no sea más que una exibición para una venta no del todo declarada. 
En estas situaciones diversas, no he dejado de ver dos grandes formas de vida y de valores, el de un Uruguay todavía con resabio inmigrante, con gran preeminencia del concepto de familia y autoridad, y el de un Uruguay sin límites, camino a la desintegración social, ese espejo que tanto nos cuesta enfrentar.

jueves, 1 de noviembre de 2012

Una siesta (minirelato)

Una siesta. Niños desafiando el descanso adulto. Campo, árboles, pequeñas mojarras en el estanque de las vacas. Los sábados íbamos a lo de nuestros abuelos, allí donde divertirse consistía en perseguir patos o recoger huevos de gallina.

Un recuerdo relampaguea y llega hasta el palo borracho, aquel que juega entre flores y espinas. Una hermana apenas mayor me empuja sobre él.

— ¡Ay! —exclamé.

Ella comenzó a gritar. Abuela se levantó y junto a mamá me llevaron a la canilla con agua del molino.

Mi cabeza había recibido el beso de una espina. Simétrico, coronó el centro de mi frente con el grito de la sangre.

El motor arrancó. Con la mano de abuela sobre mi frente, empuñando un retazo de sábana blanca que iba tiñéndose de rojo, partimos al pueblo.

La sangre persistía. En mi susto presentía el fin pero ¿qué entendía del fin? ¡Toda la culpa la tenía Vanina! ¿Y si me quedaba sin frente? El auto se detuvo. Llegando a la ruta uno, la sangre ocultó su índice de susto. Ellas lo vieron con alegría, y volvimos al campo.