martes, 25 de septiembre de 2012

Control


La fábrica como lugar de encierro propio del siglo XIX y XX sigue en parte vigente, aunque con importantes variantes. En el pasado, el humo, el tamaño de la fábrica, la cantidad de sus operarios, representaban el progreso de una sociedad. Eran tiempos de un optimismo que no veía la destrucción de su supuesta construcción, es más, se jactaba de ver en ella su poder y dominio.

El fin del siglo XX y los comienzos del XXI marcan una nueva etapa. La fábrica sigue existiendo, pero la necesidad de fabricar más y más cantidad queda en segundo plano: estamos ante un capitalismo de superproducción. La verdadera búsqueda radica en colocar esos productos a escala global, de la forma más rápida y económica posible. Para ello nada mejor que contar con un aliado: despertar (o directamente crear) necesidades de consumir determinado producto a nivel mundial. La globalización económica, mediática, cumple en ello su principal tarea, al igual que la democratización y diversificación de los créditos financieros a nivel micro y macro.

Gilles Deleuze parte de Foucault y plantea que de la sociedad disciplinaria caracterizada por el encierro (escuela, fábrica, hospital, servicio militar, cárcel) se pasa a las sociedades de control, caracterizadas por un uso más sutil de los instrumentos de dominación. No vemos al opresor, no sabemos quién es el verdadero dueño de la empresa, no podemos ver los anillos que deja la serpiente y así bajamos nuestras defensas. 

Creemos ingenuamente en la libertad, cuando solo la experimentamos escasas veces, casi siempre cuando consumimos, aquel lugar donde se puede lo que se quiere.

No es raro escuchar decir “en mi trabajo no tengo horario” como si fuera una virtud, cuando en el fondo se esconde el estar dispuesto a trabajar a cualquier hora del día. El nuevo orden es empresarial y en nuestro caso, foráneo. En la fábrica todo parecía más predecible, uno cumplía su mecánico horario y podía retirarse hasta el día siguiente.

Concluye Deleuze: “más que de hombre encerrado deberíamos hablar de hombre endeudado”. Y junto a esa realidad de la que solo parcialmente podemos estar al margen (la voluntad lo es todo) reafirmamos, junto a Quino, otra: la certeza de seguir siendo, con fábrica o con empresa, los verdaderos depredadores.

Planta UPM-Kymmene, Fray Bentos, abril 2012



 

lunes, 17 de septiembre de 2012

La Caza


Manoel de Oliveira es un creador centenario de cine portugués. A sus 103 años, sigue empecinado en expresarse. Comparto con ustedes un cortometraje suyo del año 1964 llamado A Caça. Es una obra nada complaciente, muestra clara de un cine de autor.

El espacio es de un humilde pueblo portugués. Hay dos niños entrando en la adolescencia que hacen de las suyas. El retrato es fresco pero lleno de una belleza sombría y, por sobre todo, pesimista. En el momento en que logramos cierta identificación con los personajes, como sucede en Um film falado (2003) del mismo autor, parece que Oliveira desea hacernos sufrir. No obstante, el corte no parece tan abrupto, detrás del retrato pueblerino, anecdótico, se deja entrever la violencia.

Para los que no gustan del final tienen a continuación —aunque parezca broma— una versión “más optimista” del mismo, según se lo exigió la censura del momento.