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En viaje por el 494. Una
señora entró en el bondi junto a dos niños, seguramente sus sobrinos. Los pequeños
traían caramelos entre los dedos con intención de abrirlos ni bien lograran algo
de estabilidad. Yo estaba sentado al fondo, junto a mi pesada mochila de fin de
semana, esa que llenaba de ropa sucia camino a ser lavada. Faltaba media hora
para llegar a la barra de Santa Lucía y un tiempo incierto para llegar a
Rosario, ya que desde allí dependía de la bondad de quién hiciera caso a mi
cartel, e incluso, de su lástima, como una vez me lo hizo saber un gordo
conductor mientras llenaba su boca con el azúcar impalpable de un alfajor.
Pero volvamos a los recién
llegados. Se ubicaron al fondo y quedaron parados, amarrados a los barrotes.
Ante la seguridad, los niños comenzaron a abrir sus caramelos. El varón tiró el
papel al piso y la tía se aproximó a regañarlo:
— Martín, ¿cómo vas a tirar el
papel en el piso?— y se agachó a juntarlo.
Mirando a su sobrina que
empuñaba con señal de triunfo el papel que aún no había soltado, le dijo:
— Muy bien Camila, muy bien,
así se hace, no se ensucia el piso del ómnibus, el señor sino se enoja.
La tía tomó los papeles, abrió
la ventana del coche y los lanzó hacia la calle.
Vi su vuelo libre y perturbador, como de despedida.
Vi su vuelo libre y perturbador, como de despedida.
Iba leyendo con una sonrisa en la cara hasta la hazaña del adulto "responsable". Ya aparecerá algún niño que le de una lección a ella.
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