Siempre que
llego estoy pensado en escapar hacia otro lado. Camino rápido, hombre alto y
grande, torpe, con los ojos antenas pendientes de seres y objetos, pero ajenos
a ellos. Llego y siempre estoy sintiéndome huir, hacia algún lugar, nunca sé
bien a dónde, aunque tengo claro que ese lugar que momentáneamente ocupo, no me
es afín, no me completa. Camino rápido, torpe, deambulo por pequeños pasillos
de gente lenta. Ellos me miran con desconfianza, algunos se apartan para
dejarme pasar. Las llaves prontas cuadra antes de llegar a mi casa. Entro en
ella como en un vientre, a veces madre, a veces fiera. Hablo poco, el rostro
tosco y serio, la voz grave y gesticulante, las sílabas precisas, tal vez
gozando la maravilla del idioma. Cumplo cada mandato —exacto— y vuelvo a huir,
veloz, hacia ninguna parte. Ellos dicen —o eso huelo— que soy egoísta, frío,
sin sentimientos; los que tienen algún afecto dicen que soy discreto, que conocen
poco de mí. Tiendo a interesarme poco por los primeros, aunque a veces, hablo
de la humedad o del tiempo. He aprendido —aunque a veces lo olvido— que nada es
más necesario que lo innecesario para comenzar un diálogo.
Algo me ha
hecho así y no sé si deseo mudar en otro ser, actuar un sentimiento que no
tengo. No hay maldad ni uñas afiladas, solo un blasón duro y lánguidas lanzas.
A veces, en
esa lucha diaria de hombre solo en la vasta ciudad, algo me sacude, alguna
joven mujer, detrás de un mostrador, presiente mi desdicha, mi semblante
agitado, mis ganas de huir, y sostiene una sonrisa salida de libreto, una
entonación limpia, una mirada amiga. Ahí me acuerdo de la roca y el hielo, de
mi cuerpo corriéndose de la caricia.
Pese a esto,
no vaya usted a creer que soy infeliz en una época en la que —a
cualquier precio— uno siempre debe mostrarse feliz. También puedo decir
que la alegría
circula por mis venas secretas e hirvientes. Esos momentos, escasos pero
tan
necesarios, en que uno encuentra la justificación perfecta para seguir
viviendo.